Eivissa lejana

McRackin

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aparecido hoy el la sección OPINIÓN de D.D.I.:

Eivissa lejana (Alfredo RUBIO DIAZ)

Hacía muchos veranos que no pasaba el mes de agosto fuera de Eivissa. Allí, donde el Pla de Corona, en la colina donde está la casa de Joan Serra. Aquí, en Málaga, donde eso que llamamos el `fenómeno turístico´ amenaza con modelar hasta el último centímetro del territorio, con un calor tan húmedo como el de la isla, entre la nostalgia de los amigos queridos y del lugar amado, me llegan noticias, algo confusas, no muy claras, sobre la construcción de posibles autopistas o autovías, mezcladas con otras que hablan de una cierta crisis turístico hotelera en la cercana Mallorca. Todo esto me pone a pensar en la isla y sobre lo que le debo -a la isla y a sus gentes-, más allá de las imágenes dominantes de la Eivissa sofisticada, atiborrada de supuestos famosos.
Pero como he dicho, Eivissa me ha enseñado muchas cosas y algunas de ellas las utilizo en este artículo precisamente para defenderla. La isla me ha enseñado los conceptos hoy necesarios para ayudarla (defenderla), que no otra es la pretensión que me anima, como devolviéndole los regalos que me ha ido haciendo a lo largo de los años. El primer presente que tuvo a bien otorgarme es algo que sólo una isla puede ofrecer: el conocimiento preciso de los límites del territorio. Desde la isla he aprendido que la Tierra tiene límites, incluso más restringidos que los sugeridos por los ecosistemas y su capacidad de carga. Desde entonces, los límites y la finitud se han convertido en conceptos centrales para este geógrafo que observa aturdido el avance de la urbanización en la Costa del Sol, donde han desaparecido radicalmente playas, paisajes, casas de campo, gentes, aromas..., que antes (con)formaban el paisaje y su percepción. Como me ocurrió no hace muchas noches en Benalmádena, donde literalmente no queda ningún lugar no construido. Donde antes reinaban colinas con sus laderas adornadas de olivos y almendros, campos de maíz en las cercanías de las playas, senderos y caminos marrones oscuros flanqueados por olorosas higueras, ahora sólo hay artificialidad.
La segunda lección se refiere a la escala: no es lo mismo proyectar en territorios aparentemente ilimitados -lo cual no deja de ser nada más que una simple percepción- que hacerlo en una pequeña isla. Un cubo de cuatrocientos metros de lado tiene un impacto sustantivo en cualquier territorio pero, en la finitud territorial de una isla, es mucho mayor. Una escala adecuada era la regla en la ocupación antrópica de la isla. Creo que podemos hablar de sabiduría: una conjunción y hasta ayuntamiento entre naturaleza y seres humanos, produciendo lo artificial, que dejó literalmente enamorados a muchos urbanistas y arquitectos, pintores y fotógrafos, filósofos y poetas. Las grafías de los campesinos ibicencos expresaban la continuidad entre casa, tierra, muros de piedra y caminos, formando un sistema. Lo que hoy llamaríamos una red, prodigiosamente inestable. Los muros cuidadosamente dispuestos, sujetando suelos, creando las trazas de los caminos. Ahora manchas de urbanizaciones; los nuevos muros blancos continuos dibujan la propiedad y sus divisiones en las dos escalas: la propia de la urbanización y la que corresponde a la micronización de las parcelas sobre el territorio. Los muros blancos provocan una sensación de incomodidad y tienen algo de procacidad con su ruptura radical del orden heredado del territorio.En Benimussa creemos encontrar las claves de lo que debe seguir siendo el territorio de la isla.
Por eso, al margen de algunos fragmentos territoriales ya muy densificados, como pueden ser el litoral de Sant Antoni o la propia Eivissa ciudad, la isla sigue proporcionando innumerables lugares, valles, calas, donde reina la más absoluta serenidad. Reconozco que muchas veces llegar a ellos no es fácil. Sin embargo, año tras año, percibimos cambios negativos, a veces pequeñas cosas que acumuladas acaban por desvirtuar su realidad; otras, asuntos de mayor envergadura. Sin embargo, en general, en gran parte de la isla el silencio sólo es roto por las chicharras. Uno se traslada desde Santa Agnès en pocos minutos a Sant Rafel y, desde allí, a Sant Josep o a la propia Dalt Vila. Las distancias reales (temporales) son escasas. Los recorridos lentos en automóvil la mayor parte de las veces son casi una sinfonía para la vista y los sentidos: el bosque abandonado a su propia ley, escasamente cuidado, domina en montes y colinas colonizando nuevamente las terrazas abandonadas por los agricultores; los más hermosos lentiscos del Mediterráneo se cobijan bajo los pinos y los aromas de las plantas mediterráneas se difunden apoyados. Si algo proporciona una sensación de serenidad al viajero son estos trayectos que amamos profundamente. Esa serenidad a la que aludo no es otra cosa que el tiempo desconectado del tiempo y cada año nos llama a Eivissa, a pesar de lo carísima que es, para recrearnos en la duración que, por alguna circunstancia, sigue allí actuando al margen del tiempo programado.
Estos argumentos me sirven ahora para reivindicar una isla sin autopistas, autovías y circunvalaciones, como las que dominan en los territorios metropolitanos de donde procedemos. Con esto no quiero decir que no se deban mejorar la calidad y seguridad de las actuales vías de comunicación. Eivissa debe ser declarada territorio sereno. Lo cual significa posicionarse frente a ese discurso, carente de argumentos verdaderos, de la accesibilidad, las ganancias económicas vinculadas o procedentes del estrechamiento del tiempo, declarandolo indeseable, en su sentido literal de no deseable por la sociedad. Esto significa dotar a la isla de un sistema circulatorio capilar, débil y enganchado a la lógica del territorio. Tal perspectiva requiere entendimientos y estudios distintos de los dominantes. Quien habla de rentabilidad, como ya sucedió con la desgraciada ampliación del puerto de Eivissa ciudad, sólo promete ausencia de futuro por eliminación depredadora de las cualidades de lo existente.
Si la isla no se autodeclara lugar de la serenidad y sigue permitiendo que algunos vinculen desarrollo con aumento del número anual de turistas, la Eivissa que aún podemos conocer ya no será posible como demuestra el hecho de que los barruguets han dejado de salir en los campos para ser observados. Su ausencia, como metáfora, es un buen indicador. Eivissa, que tanto nos ha enseñado, bien podría poner en práctica otros criterios. Que sus gentes se autocomprendan como proyectos en marcha, como gentes que han de mirar sus lugares recuperando aquella vieja idea de la piedad que la razón poética de María Zambrano alumbró a fines de los años cuarenta cuando iniciaba precisamente su exilio en otra isla, Cuba. Una piedad que no es compasión ni filantropía sino aprendizaje para tratar con lo otro. Los ecosistemas, los animales, las plantas, las formas del territorios, las herencias. Contemplada así, la isla sugiere todo un programa de actuaciones, capaz de autoproyectar un futuro desde el propio poder de lo que se es. Cuando tal ocurra los barruguets volverán a proporcionar esa luz única a las flores de almendro. Entonces no tendremos palabras para esa luz y nos expondremos a ella.
 
McRackin said:
Si la isla no se autodeclara lugar de la serenidad y sigue permitiendo que algunos vinculen desarrollo con aumento del número anual de turistas, la Eivissa que aún podemos conocer ya no será posible como demuestra el hecho de que los barruguets han dejado de salir en los campos para ser observados. Su ausencia, como metáfora, es un buen indicador.

Desarrollo y progreso mal entendidos......pan para hoy y hambre para mañana como se suele decir en estos casos. El desarrollismo enriquece a unos pocos, destruye el entorno y emperora la calidad de vida de la mayoria de l@s ciudadan@s. :cry:
 
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